Leonard Cohen.- Dance Me To The End Of Love




Baila conmigo al ritmo de tu belleza con un ardiente violín.
Baila conmigo a través del miedo hasta que pueda estar a salvo.
Levántame como una rama de olivo y sé la paloma que me devuelva a casa.
Baila conmigo hasta el fin del amor.
Baila conmigo hasta el fin del amor.

"La buena y corta vida"


La buena y corta vida. 
Por Dudley Clendinen 
Publicado: New York Times, 9 de Julio de 2011


Tengo amigos maravillosos. En el último año, uno de ellos me llevó a Estambúl. Otro me dió una caja de chocolates hechos a mano. Quince de ellos organizaron conmovedores ceremonias para recordarme por adelantado. Varios me escribieron enormes cheques. Dos me enviaron una colección de las sagradas cantatas de Bach. Y uno, de Texas, puso su mano en mi adelgazado hombro y pareció estudiar el suelo sobre el que estábamos parados. El vino por avión para verme. 

"Tenemos que comprarte una pistola, ¿cierto?" preguntó calladamente. Quiso decir una pistola para que yo la use contra mí mismo.

"Sí, dulzura", le dije, con una sonrisa. "Tenemos que".

Lo amé por eso.

Los amo a todos. Tengo una gran suerte con mi familia y amigos, y con mi hija, mi trabajo y mi vida. Pero tengo esclerosis lateral amiotrófica, o E.L.A., mejor conocida como la enfermedad de Lou Gehrig, por el gran bateador de los Yankees y primera base a quien se le dijo que la tenía en 1939, aceptó el veredicto con legendaria gracia, y murió menos de dos años después. El tenía casi 38 años.

A veces la llamo Lou, en su honor, y también porque lo que nos es familiar resulta menos amenazante. Pero no es una enfermedad amable. Los nervios y los músculos se contraen y tiemblan, y progresivamente se mueren. Desde afuera, se mira como el brincoteo de teclas de piano en los músculos debajo de mi piel. Desde adentro  se siente como ansiosas mariposas, intentando salir. Empieza en manos y pies, sube y entra, o baja y sale.  A la segunda forma se le llama bulbar, y esa es la que yo tengo. No vivimos tanto tiempo porque muy pronto afecta nuestra capacidad de respirar, y sólo empeora.

En este momento, para tener 66 años, me veo bastante bien. He perdido 20 libras. Mi cara luce más delgada. Incluso a veces recibo miradas que me dicen "Hey, hola muchachón", lo cual me agrada. Pienso en ello como mi fase cosmética. Pero es difícil sonreir y masticar. Me falta el aliento, me ahogo frecuentemente. Sueno como un borracho balbuceante . Siendo un alcohólico en recuperación eso es bastante irritante.

No hay tratamiento significativo alguno. No hay cura. Existe un medicamento, Rilutek, que podría hacer una diferencia de algunos meses. El tratamiento cuesta más o menos catorce mil dólares anuales. No me parece que lo valga. Si dejo que esto siga su curso completo, con todo el apoyo humano, médico, tecnológico y amoroso que comenzaré a necesitar apenas dentro de unos meses a partir de ahora, dentro de 5, 8 o 12 años me va a dejar como una inmóvil, muda, incontinente y marchita momia de lo que alguna vez fui. Mantenido vivo mediante tubos de alimentación y deshechos, respirando y succionando máquinas.

No, gracias. Odio ser un lastre. No creo que me voy a quedar para ver la parte final de Lou.

Creo que es importante decirlo. En este país nos obsesionamos con cómo comer y vestir y beber, con encontrar un trabajo y una pareja. Con  tener sexo y niños. Con cómo vivir. Pero no hablamos de cómo morir. Actuamos como si enfrentar a la muerte no fuera una de las emociones y retos más grandes y absorbentes de la vida. Créanme que lo es. Esto no es sombrío. Pero tenemos que ser capaces de ver a los doctores y las máquinas, a los sistemas médicos y de seguros, a la familia y los amigos y las religiones como quienes nos informan -y no nos gobiernan- para poder ser libres.

Y ese es el punto. Esto no se trata de una enfermedad en particular ni de la muerte. Se trata de la vida, cuando sabes que no queda mucho de ella. Esa es la extraña bendición de Lou. No hay escape, y no hay mucho que hacer. Es liberador.

Comencé a hablar deficientemente y balbucear en Mayo de 2010. Cuando el neurólogo me dió el diagnóstico en Noviembre, el me dió la mano con una sonrisa forzada y me envió al frío y vacío estacionamiento del hospital.

Era el ocaso. El había confirmado lo que yo sospeché durante seis meses de pruebas con otros especialistas que buscaban otras explicaciones. Pero la sospecha y la certeza son dos cosas diferentes. Ahí, de pie, repentinamente entendí que iba a morir. "No estoy preparado para esto", pensé. "No sé si estar parado aquí, meterme al auto, sentarme en él o conducir. ¿A dónde? ¿Por qué?" Aquél sentimiento fúnebre duró como cinco minutos, y entonces recordé que sí tenía un plan. Tenía una cena en Washington esa noche con un viejo amigo, un escritor y erudito que se sentía deprimido. Habíamos platicado sobré él bastante. Muy bien. Esta noche eso cambiaría. Hablaríamos de Lou.

La mañana siguiente me dí cuenta que tenía una forma de vida. Durante 22 años he ido a terapias y a juntas de grupos de apoyo. Me ayudaron con mi alcoholismo y mi homosexualidad. Me enseñaron a estar sobrio y mentalmente sano. Me enseñaron que podía ser yo mismo, pero que la vida no se trataba sólo de mí. Me enseñaron a ser un padre. Y tal vez importantemente, me enseñaron que puedo hacer cualquier cosa, un día a la vez.

Incluso esto.

Estoy ciertamente preparado. Esto no es tan difícil para mi como lo es para otros. No tanto como lo es para Whitney, mi hija de 30 años de edad, y como lo es para mi familia y amigos. Lo sé. Tengo experiencia.


Dudley Clendinen y su hija Whitney, en 2007.


Yo era muy cercano a mi prima, Florencia, quien sufría una enfermedad terminal. Ella quería morir, no esperar. Yo era legalmente responsable de dos tías, Bessie y Carolyn, y de mi madre también, todas ellas habrían muerto de causas naturales años antes si no hubiera sido por la tecnología médica, sistemas bien intencionados y manos cuidadosas y amorosas.

Pasé cientos de días al lado de mi Madre, tomando su mano, tratando de contarle historias chistosas. A ella la bañaban, le ponían pañal, la vestían y la alimentaban, y en sus últimos años me miraba a mí, su único hijo, igual que si estuviera mirando a una nube que pasa.

No quiero esa experiencia para Whitney, ni para nadie que me ame. Prolongar esto sería un desperdicio colosal de amor y dinero.

Si decido que me hagan la traqueotomía que necesitaré en los siguientes meses para evitar ahogarme y tal vez morir de neumonía por aspiración, el respirador y el personal y el sistema de apoyo necesario para mantenerme fácilmente costará medio millón de dólares al año. ¿El medio milón de quién? No lo sé.

Prefiero morir. Respeto los deseos de la gente que quiere vivir tanto como puedan. Pero me gustaría recibir el mismo respeto para aquellos de nosotros que decidimos, racionalmente, no hacerlo. He hecho mi tarea. Tengo un plan. Si me da neumonía, dejaré que me aspire fuera de este mundo. Si no, hay otras maneras. Sólo tengo que actuar mientras mis manos aún funcionan: Una pistola, narcóticos, navajas afiladas, una bolsa de plástico, un auto veloz, medicamentos sin receta, té de oleander, monóxido de carbono, incluso helio. Ese me daría una voz muy graciosa al final.

He encontrado una forma. No es una pistola. Una forma que es callada y tranquila.

Saber esto me conforta. Ya no me preocupan las comidas grasosas. No me preocupa no tener suficiente dinero para envejecer. Ya no voy a envejecer más.

La estoy pasando maravillosamente.

Tengo una hija brillante, hermosa y talentosa que vive cerca, es el don de mi vida. No sé si ella lo apruebe. Pero entiende. Tener que dejarla es la única cosa que odio. Pero todo lo que puedo hacer es darle un papá que fue vital hasta el fin, y que supo cuando irse. Que más? Paso mucho tiempo escribiendo cartas y notas, y grabando conversaciones sobre este momento, al cual llamo "La buena y corta vida" (y la amorosa partida), para WYPR-FM , la principal estación en Baltimore de la Radio Nacional Pública. Quiero quitarle el dolor a esto, hacer que sea más fácil hablar de la muerte. Estoy atrasado en mis notas, pero la gente es increíblemente paciente y agradable. Y me invitan. Tengo invitaciones por todos lados.

El mes pasado un viejo amigo me trajo una grabación del mejor concierto que él ha escuchado, Leonard Cohen, en vivo, en Londres, hace tres años. Esta música poderosa, obsesionante, obra de un poeta, compositor y cantante cuya vida ha sido tan difícil, vigorosa y amorosa como un viejo árbol.

La canción cuya letra y música me cimbró fue Báilame hasta el fin del amor. Así es como me siento en este momento. Estoy bailando, girando, feliz en los últimos ritmos de la vida que amo. Cuando la música pare - cuando no pueda atar mi propia corbata, contar una historia divertida, llevar a caminar a mi perro, hablar con mi hija, besar a alguien especial o escribir líneas como esta - sabré que la Vida ha terminado.

Y será tiempo de irse.