Veinte años atrás.
La Tierra despierta mientras muchos sueñan sueños que no despertaron. Gente que se levanta hasta que los techos no los dejan levantarse más. Gente que camina hasta que el suelo vibra y tiembla. Es la Naturaleza que una vez más se ha aburrido de cómo nos ufanamos de hacer edificios cada vez más altos, de cubrir lagos con alfombras de concreto en el País-del-No-Pasa-Nada.
En unos segundos el jugador se convierte en juguete y la apuesta finalmente se le cobra.
¿Con qué se paga la apuesta? Con la cara de angustia de Lourdes Guerrero que contradice su frase: "Esta temblando un poquitito, pero vamos a tomarlo con tranquilidad". Termina la frase y termina la señal de Canal 2 de Televisa por varias horas. ¿Quiénes pagan la apuesta? Parejas que no terminaron su café esa mañana; familias que ven como sus casas, sus remansos en la guerra diaria por vivir y trabajar en el D.F., sus patrimonios se van al carajo; paga la apuesta la música que ya no será cantada por su propio autor, como la de Rockdrigo; pagan la apuesta las memorias perdidas de Roberto Cobo "Calambres" , El Jaibo de Los Olvidados de Buñuel.
La pagan las luces que se apagan para siempre, las voces que callaron, algunas en la oscuridad de la inconciencia, otras en el pánico y el dolor.
De a poco, algunas voces reaparecen, como la de Jacobo en la radio para intentar describir lo que el ojo y la mente se rehúsa a aceptar.
Aún sin enteder, el pueblo despierta a la solidaridad, la verdadera, no la de de spots salinistas. Voluntarios que quitan escombros con las manos, que se animan cuando alguien escucha un quejido, un lamento, una petición de auxilio aprisionada entre cemento y varilla. Aparecerán Los Topos y muchos más héroes sin nombre. Sabremos de los Bebés del 85, que son el mensaje para todos nosotros de que la vida pelea por mantenerse en las semillas que aún podrán florecer. Sabremos de los esfuerzos del tenor Plácido Domingo por escuchar una voz familiar, aún a cambio de la suya.
De esas y otras tantas cosas supimos todos. Pero hay algo que solo yo sé. Es lo que sé de una luz que se apagó ese día. Poco sé de la manera en que se apagó y aún eso es demasiado.
De lo que más sé es de los destellos de esa Luz, de Lucía. De Lucía del Carmen.
Usaba falda escocesa a cuadros rojos y negros, como todas en el colegio, pero no se parecía a ninguna, ni el castaño de su cabello, ni en los ojos claros borrados de pestañas grandes, ni en la boca pequeña de la que muy de vez en cuando salían palabras en una voz tan queda que a veces yo dudaba si habían salido del todo.
Un diciembre ella cambió la blusa blanca y la falda a cuadros por una túnica blanca y un manto azul cielo. Yo cambié la camisa blanca y el pantalón azul por una túnica de no sé que color, un palo de escoba a manera de cayado y una barba postiza. En medio de los dos colocaron al hermanito menor de alguien, un bebé de pocos meses de edad. Como no teníamos parlamentos, Lucía no emitió su voz, pero emitió una luz que deben haberla captado los que tenían cámaras fotográficas. No sé donde quedó esa foto, pero está en mi memoria.
Nuestro trato era poco frecuente. Quizás porque ella era niña y yo niño, y porque estuvimos en diferentes salones. Quizás por estar en diferentes salones ella fue María y yo José, qué bueno que así ocurrió.
Que hubiera dos grupos para cada grado escolar siempre provocó que hubiera competencia, y más porque en época de concursos de materias a muchos se nos zafaba un tornillo, hagan de cuenta que había dos bandos: Mexico vs. Estados Unidos, Guadalajara vs. América, etc. Y encima ofrecían una beca escolar anual al que ganara el último concurso.
La competencia del final del Quinto Año nos volvió a reunir a Lucia y a mí, exactamente en el mismo salón donde fue la Pastorela del Segundo Año. Pero ahora en medio de nosotros ya no había un lindo bebé, sino una rolliza cincuentona que nos arrojaba problemas razonados a diestra y siniestra, y vaya que se divertía la gorda de maquiavélica mente.
¿Por qué tuvo que ser el 12 de junio y no el 11 o el 13 dicho concurso?
Después de varias horas de resolver problemas, imagino que con el trasero acalambrado, Lucía y yo fuimos interrogados: "Si hoy es 12 de junio, ¿ qué fracción del mes ha transcurrido?
Como de rayo supe no la respuesta sino la intención de la profesora. "Junio tiene 30 días, han transcurrido 12/30 del mes, pero ésta quiere ver quien de los dos se equivoca, la fracción es simplificable, llévala a su mínima expresión, sácale la mitad y después tercera, no puedes conmigo gorda, se necesita más que eso".
Lucía y yo entregamos nuestra hoja de respuesta. Yo ya no me quise sentar, la comezón en la mejilla izquierda me dijo que todo terminaba allí. "Quizás sea empate, yo no pierdo, no me desagradaría empatar con Lucía después de todo, ríndete gorda, ya estás cansada, ya no pongas más problemas".
La profesora nos vió, nos llamó a su escritorio y le mostró a Lucía que no había simplificado por completo. Ya no escuché más y solo me fui a donde estaba mi profesor. Nos felicitamos mutuamente. Entonces miré hacia atrás y Lucía estaba llorando, así como ella hablaba, llorando muy quedito. Las felicitaciones que vinieron después, excepto las de mi familia, salieron sobrando. Solo ví como sus papás la consolaban. Seguramente le dijeron cuánto la querían y cuán orgullosos estaban de ella.
En muchas ocasiones Lucía portó la bandera en las Asambleas de los lunes, y la llevó con dignidad y el porte requerido. La delgadez de su cuerpo podía sostener el peso de la Patria.
Terminó la primaria, me cambié de escuela y el primer día de la secundaria nos volvió a reunir a Lucía y a mí, ahora sí en el mismo salón, por todo un año. Yo me sentaba en ocasiones a un asiento de ella, ella siempre llevaba y prestaba un sacapuntas o lo que hiciera falta. Y cualquier ayuda es buena cuando tratas de adaptarte a 13 nuevos profesores que creen que su materia es la más importante. Yo la regué cuando me preguntaron clase de Civismo, a Lucía le preguntaron clase por primera vez para Química. Llevaba un vestido tejido color amarillo, con unas piedritas de colores. Lucía como una niña, en su edad, sin los apresuramientos de ahora por parecer más grande. Mientras decía su clase, los nervios la hacían moverse ligeramente en su lugar, y sus dedos pellizcaban la esquina de las hojas del libro que debía permanecer cerrado. Yo veía como extraía la información de su memoria y con su voz quedita le alcanzaba para convencer al profesor de sus conocimientos. Yo quería que las palabras del libro siguieran subiendo por sus dedos a fuerza de pellizcos.
Cuando terminó su exposición yo era el que estaba orgulloso de ella, porque aún con su aparente fragilidad había vencido al temor de equivocarse. Quise decirle que lo había hecho muy bien. No lo hice. Yo seguía siendo un niño y ella una niña.
Cuando comencé a dejar de ser un niño ella ya se había mudado a la Ciudad de México, pues sus hermanos mayores estudiarían allá su carrera y su familia era muy unida. Lo siguiente que supe de ella fue el 20 de septiembre de 1985, cuando por el altavoz de la escuela nos informaron que se celebraría una misa en la capilla, por el descanso del alma de Lucía.
Habré ido como zombie a esa misa porque no recuerdo lo que dijo el sacerdote, pero no me extrañaría que haya sido algo así como "Los caminos del Señor son inexpugnables".
Pasaron veinte años para reconocer todos los destellos de tu Luz, Lucía. Ahora lo sé. Porque yo era un niño y tú una niña, tu recuerdo es tan puro, que aún permanece.
La Tierra despierta mientras muchos sueñan sueños que no despertaron. Gente que se levanta hasta que los techos no los dejan levantarse más. Gente que camina hasta que el suelo vibra y tiembla. Es la Naturaleza que una vez más se ha aburrido de cómo nos ufanamos de hacer edificios cada vez más altos, de cubrir lagos con alfombras de concreto en el País-del-No-Pasa-Nada.
En unos segundos el jugador se convierte en juguete y la apuesta finalmente se le cobra.

La pagan las luces que se apagan para siempre, las voces que callaron, algunas en la oscuridad de la inconciencia, otras en el pánico y el dolor.
De a poco, algunas voces reaparecen, como la de Jacobo en la radio para intentar describir lo que el ojo y la mente se rehúsa a aceptar.

De esas y otras tantas cosas supimos todos. Pero hay algo que solo yo sé. Es lo que sé de una luz que se apagó ese día. Poco sé de la manera en que se apagó y aún eso es demasiado.
De lo que más sé es de los destellos de esa Luz, de Lucía. De Lucía del Carmen.
Usaba falda escocesa a cuadros rojos y negros, como todas en el colegio, pero no se parecía a ninguna, ni el castaño de su cabello, ni en los ojos claros borrados de pestañas grandes, ni en la boca pequeña de la que muy de vez en cuando salían palabras en una voz tan queda que a veces yo dudaba si habían salido del todo.
Un diciembre ella cambió la blusa blanca y la falda a cuadros por una túnica blanca y un manto azul cielo. Yo cambié la camisa blanca y el pantalón azul por una túnica de no sé que color, un palo de escoba a manera de cayado y una barba postiza. En medio de los dos colocaron al hermanito menor de alguien, un bebé de pocos meses de edad. Como no teníamos parlamentos, Lucía no emitió su voz, pero emitió una luz que deben haberla captado los que tenían cámaras fotográficas. No sé donde quedó esa foto, pero está en mi memoria.
Nuestro trato era poco frecuente. Quizás porque ella era niña y yo niño, y porque estuvimos en diferentes salones. Quizás por estar en diferentes salones ella fue María y yo José, qué bueno que así ocurrió.
Que hubiera dos grupos para cada grado escolar siempre provocó que hubiera competencia, y más porque en época de concursos de materias a muchos se nos zafaba un tornillo, hagan de cuenta que había dos bandos: Mexico vs. Estados Unidos, Guadalajara vs. América, etc. Y encima ofrecían una beca escolar anual al que ganara el último concurso.
La competencia del final del Quinto Año nos volvió a reunir a Lucia y a mí, exactamente en el mismo salón donde fue la Pastorela del Segundo Año. Pero ahora en medio de nosotros ya no había un lindo bebé, sino una rolliza cincuentona que nos arrojaba problemas razonados a diestra y siniestra, y vaya que se divertía la gorda de maquiavélica mente.
¿Por qué tuvo que ser el 12 de junio y no el 11 o el 13 dicho concurso?
Después de varias horas de resolver problemas, imagino que con el trasero acalambrado, Lucía y yo fuimos interrogados: "Si hoy es 12 de junio, ¿ qué fracción del mes ha transcurrido?
Como de rayo supe no la respuesta sino la intención de la profesora. "Junio tiene 30 días, han transcurrido 12/30 del mes, pero ésta quiere ver quien de los dos se equivoca, la fracción es simplificable, llévala a su mínima expresión, sácale la mitad y después tercera, no puedes conmigo gorda, se necesita más que eso".
Lucía y yo entregamos nuestra hoja de respuesta. Yo ya no me quise sentar, la comezón en la mejilla izquierda me dijo que todo terminaba allí. "Quizás sea empate, yo no pierdo, no me desagradaría empatar con Lucía después de todo, ríndete gorda, ya estás cansada, ya no pongas más problemas".
La profesora nos vió, nos llamó a su escritorio y le mostró a Lucía que no había simplificado por completo. Ya no escuché más y solo me fui a donde estaba mi profesor. Nos felicitamos mutuamente. Entonces miré hacia atrás y Lucía estaba llorando, así como ella hablaba, llorando muy quedito. Las felicitaciones que vinieron después, excepto las de mi familia, salieron sobrando. Solo ví como sus papás la consolaban. Seguramente le dijeron cuánto la querían y cuán orgullosos estaban de ella.
En muchas ocasiones Lucía portó la bandera en las Asambleas de los lunes, y la llevó con dignidad y el porte requerido. La delgadez de su cuerpo podía sostener el peso de la Patria.
Terminó la primaria, me cambié de escuela y el primer día de la secundaria nos volvió a reunir a Lucía y a mí, ahora sí en el mismo salón, por todo un año. Yo me sentaba en ocasiones a un asiento de ella, ella siempre llevaba y prestaba un sacapuntas o lo que hiciera falta. Y cualquier ayuda es buena cuando tratas de adaptarte a 13 nuevos profesores que creen que su materia es la más importante. Yo la regué cuando me preguntaron clase de Civismo, a Lucía le preguntaron clase por primera vez para Química. Llevaba un vestido tejido color amarillo, con unas piedritas de colores. Lucía como una niña, en su edad, sin los apresuramientos de ahora por parecer más grande. Mientras decía su clase, los nervios la hacían moverse ligeramente en su lugar, y sus dedos pellizcaban la esquina de las hojas del libro que debía permanecer cerrado. Yo veía como extraía la información de su memoria y con su voz quedita le alcanzaba para convencer al profesor de sus conocimientos. Yo quería que las palabras del libro siguieran subiendo por sus dedos a fuerza de pellizcos.
Cuando terminó su exposición yo era el que estaba orgulloso de ella, porque aún con su aparente fragilidad había vencido al temor de equivocarse. Quise decirle que lo había hecho muy bien. No lo hice. Yo seguía siendo un niño y ella una niña.
Cuando comencé a dejar de ser un niño ella ya se había mudado a la Ciudad de México, pues sus hermanos mayores estudiarían allá su carrera y su familia era muy unida. Lo siguiente que supe de ella fue el 20 de septiembre de 1985, cuando por el altavoz de la escuela nos informaron que se celebraría una misa en la capilla, por el descanso del alma de Lucía.
Habré ido como zombie a esa misa porque no recuerdo lo que dijo el sacerdote, pero no me extrañaría que haya sido algo así como "Los caminos del Señor son inexpugnables".
Pasaron veinte años para reconocer todos los destellos de tu Luz, Lucía. Ahora lo sé. Porque yo era un niño y tú una niña, tu recuerdo es tan puro, que aún permanece.