A una elección suele seguirle una lección. Lo único que no podemos permitirnos es no aprenderla
La tensión de los meses que antecedieron a este momento. El activismo, que a veces
ha rayado en lo pintoresco, de una sociedad ansiosa. Las discusiones de taxi, de
café, de peluquería, en la forma más rudimentaria pero también menos acartonada
de debate público. Los pininos de hacer política, como ciudadano, en un nuevo medio:
el internet.
Todo eso nos ha traido a este día. Hoy es Domingo, pero es día laboral para mí.
Mientras trabajo siento la ansiedad de la que recién hablaba, y cada vez más conforme avanza el reloj. Llega la hora, esa hora de nadie después de la comida y antes del té. Arrivo a mi casilla vistiendo jeans y una camisa verde, arremangada, de la manera en que se recoge uno las mangas cuando va a hacer un trabajo, uno pendiente en este caso, que tantos entendemos que debió hacerse hace mucho y que no puede esperar más.
Tiene que hacerse ya.
Tiene que hacerse hoy.
Con mi credencial de elector en mano y mis boletas en la otra yo estoy aquí para hacer mi
parte. Aquí, sobre la misma mesa de funcionarios. Y no es que las mamparas para votar no hayan
sido diseñadas pensando en gente de mi tamaño -lo cuál resultaba evidente para cualquiera menos
para el hombre que intentó decirme que debía emitir mi voto en privado-. No.
Es que me urge hacerlo a la vista de todos; desafiante, libre... orgulloso.
Lo hago y dejo el lugar. Con el pulgar manchado, como todos; con la conciencia limpia, como algunos.
Y cuando cae la tarde caen con ella las primeras cifras que anuncian el veredicto popular, pesado y contundente. Cae el odiado rival.
Ya.
Gritos de alegría, de triunfo y vulgaridades a granel. Soy yo. Sé que me escuchan mis vecinos, y se me hace poco. Quisiera que me escuchara el mundo, pero a los que más necesito ahora son a los que quiero. Regados por toda la ciudad, cada uno en su frente de batalla, el teléfono me une con la familia, con los amigos, para compartir esto, para empezar a reir juntos y contarnos las pequeñas historias del día que a cada uno nos ha tocado ver, para felicitarnos mucho porque... ¡ya!
La noche es larga, pero no se siente así. Nadie quiere dormir, esto hay que vivirlo, hay que festejar.
Pero el día siguiente, como siempre, llega. Es como navidad, excepto que en lugar de abrir regalos uno quiere ver la tele, escuchar la radio, leer el periódico, es decir pellizcarnos a nosotros mismos para estar seguros que no ha sido un sueño, que este aire matinal que se respira diferente realmente lo es. Que la esperanza que se siente desde el corazón hasta la piel es genuina. Que hoy es, efectivamente, el día de la liberación. El primer día del resto de la vida de esta nación.
Lo recuerdo todo como si hubiera sido ayer.
Pero no ayer. Fue un día como hoy, el día siguiente de las elecciones, hace doce años.
Esto, hoy, es el futuro de aquel presente. No puedo negarlo y duele. Porque no es esto lo que soñamos en el 2000, porque la visión de un México mejor que aquel día tuvimos hoy se ve más lejos que entonces, y porque duele aceptar que en el júbilo de aquel despertar fuimos una generación ingenua que tal vez pensó que la lucha había terminado y la victoria era nuestra.
...
Sin embargo, en medio del pesar que siento ahora puedo ver la nueva lección. La lucha por la libertad y por la democracia, a diferencia de todos los que la libramos, es eterna. No admite descanso, años sabáticos ni periodos de gracia. Tampoco habrá nunca victorias absolutas ni definitivas. El rival, que en realidad nunca se fue, está de vuelta, no va a ir a ningún lado. Los que tenemos una visión diferente tampoco, y si en realidad amamos a nuestro país entonces está claro: Tenemos que dar la lucha. No importa quien lo gobierne tenemos que encontrar la manera de sacar a México, que es nuestra vida, adelante.
Tenemos que hacerlo ya. Tenemos que hacerlo hoy...
Y mañana otra vez.
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